Han pasado muchos años desde que dejamos de escribir cartas
a mano.
Era un arte y alrededor de una carta personal había un
ritual:
Buscábamos el papel adecuado, algunas veces con un toque de
color muy suave.
Solíamos hacer un borrador, porque a medida que escribíamos,
cambiábamos cosas y hacíamos tachones.
Una vez acabada la carta,
buscábamos un estanco donde comprar un sello. A veces en ese mismo lugar podías
dejarla, pero en muchos casos teníamos que buscar un buzón donde introducirla.
Siempre mirábamos los horarios de recogida de cartas para saber cuándo saldría
de allí, para comenzar un largo camino. Era
muy importante llegar antes de que el cartero las recogiera, porque si no, esa
carta tardaría un día más en llegar a su destino
Introducida la carta en el buzón,
esperábamos un mínimo de una semana para empezar a ponernos nerviosos esperando
que llegará una misiva de contestación.
Cada día a la hora que pasaba el
cartero, en mi caso sobre las 12 del mediodía, le preguntaba si tenía cartas y
mi cara cambiaba tanto si había recibido noticias como sino.
Cuando teníamos la tan esperada
respuesta en nuestras manos, comenzaba una gran excitación, buscábamos un lugar
tranquilo para leer la carta. No era suficiente con una sola lectura, teníamos que
hacer el ritual dos o tres veces, buscando y analizando cada palabra y cada
matiz.
Dicho mensaje se guardaba en un
lugar escondido donde nadie pudiera encontrarlo y donde nosotros pudiéramos releerlo
mientras no venía una nueva carta.
Los tiempos pasados no son mejores, pero si diferentes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario